lunes, 5 de abril de 2010

Y DONDE ESTABA EL PASTOR CUANDO SE PERDIERON SUS OVEJAS?

Por: lic. Manelix de León (Colaborador)

Observo con detenimiento como mi generación se exalta ante los agobiantes problemas sociales que nos aquejan. Haciendo una reflexión retrospectiva de lo que somos, y de lo que hemos aprendido a ser, sabemos que sobre estos asuntos no podemos alegar ignorancia.
A la hora de interpretar las razones de porque “la vaina está como está” son muchos los que quieren hacerse los despistados, porque no es fácil cargar con la responsabilidad histórica-social de las acciones que pudimos emprender y que no hicimos, o de lo que hicimos a propósito y que luego no fue posible enderezar.

Esta sociedad se maneja de forma tan desastrosa, porque a los líderes que le pusieron en sus manos regentear a nuestros pueblos, no jugaron su rol en las jornadas que les tocó dirigir; fueron irresponsables, se hicieron los sordos y ciegos, o sencillamente no asumieron su papel de buenos pastores.

No aleguemos ignorancia entonces y preguntémonos seriamente: ¿Cuando ponemos al frente de un rebaño a un pastor, con que finalidad se le da ésta potestad?

Es seguro que muchos al unísono ya han respondido en su interior la pregunta: Oooh, para cuidarlas, alimentarlas, y dirigirlas por el camino que le conviene al pastor, a la propia oveja o al dueño del rebaño. ¡Pero que fácil respuesta!, claro que es cierto, pero en la práctica esto no ha sido lo que hemos visto.

Es posible que no esté escrito un reglamento universal que guíe al pastor en su accionar, pero en cualquier parte del mundo estos se manejan por paradigmas muy semejantes. No hay que ser genio para saber que a las ovejas se le proporciona diariamente su alimento; se les enseña por qué sendero transitar; se les chequea como está su salud, color de su lana, el estado de higiene; y se les da una que otra trasquilada periódica para conseguir de la oveja su principal materia prima: La lana.

Todo lo antes expuesto viene a colación para que hagamos la siguiente reflexión: Criticamos a nuestros jóvenes por la forma estridente de vestirse, nunca imaginé que Cantinflas a estas alturas iba a tener tantos seguidores que usaran sus famosos pantalones a medio talle.

Criticamos los chiflados tatuajes que se hacen; lo mal educados e insultantes que a veces parecen. Queremos ignorar de donde sale la agresividad que con que actúan.

No logramos entender su indiferencia ante sus deberes ciudadanos. Nos alarmamos por sus inconductas sexuales, por los embarazos a temprana edad, por el aborto, la deserción escolar y divorcios a granel. Una que otra vez los acabamos por el tipo de música despampanante y ensordecedora que escuchan, por demás insulsa, contaminante y alienante.

¡Diariamente nos rasgamos las vestiduras…Dios mió esta juventud!

En otras ocasiones hacemos las críticas por una simple diferencia de tipo generacional: porque siempre nos llevan la contraria en los planes que tenemos para con ellos, mientras que con todo derecho, ellos tienen sus propios planes e intereses. En definitiva la lista es larga e incomoda de enumerar.

Pero la verdadera y contundente pregunta es: ¿Y dónde estaba el pastor, de estas ovejas cuando empezaron a dar muestras de que se descarriaban? ¿Que hicimos para poner las cercas un poco más altas, para que las mas despistadas no la saltasen? ¿Que hicimos cuando nos dimos cuenta del cambio y transformación que experimentaron en la pigmentación de su lana?. ¿Dónde estábamos cuando se convirtieron de mansas ovejitas en las “ovejas negras” que decimos que son hoy?

Es mi intención señalarles a nuestros pastores que ellos tenían que ser los gestores del cambio que debió darse, pero que no se dio. El pastor del que hablo lo constituyó en su momento la familia, ¿Pero donde estaba? Cuando el joven se desorientó y tomó la senda torcida.

El pastor también lo era la iglesia, que en sus diálogos de sordos se olvidó, que no solo lo espiritual cuenta ante la sociedad, que hay fenómenos que no podemos explicarlos solo desde la perspectiva de “lo divino”.

El pastor era el maestro, que pasó de “maestro a profesor”, tiro su amor a la enseñanza al suelo, y levantó la bandera de las reivindicaciones y politizó su accionar diario.

Pero también eran pastores nuestros vecinos, los que “le echaban un ojo a nuestros muchachos cuando no estábamos”.

No olvidemos la principal protagonista de este desconcierto: las madres. Ellas pastoreaban mejor que nadie, lo hacían con afán y mucho tesón, y dejaron su obligación cambiándola por un oficio, un empleo, la cambiaron por equidad, mientras que sus familias se iban al caño. Y que decir del padre que en vez de espantar al lobo que acechaba a sus ovejitas, prefirió a la querida, al juego de dominó o la banca de apuestas donde dejaba el sustento y su valioso tiempo.

¿Y que decir de la principal figura de autoridad?, el que administra el hato donde pastorea todo mundo: El Estado. Es espantoso decirlo, pero el estado se pasó todo este tiempo vendiendo sueños. Presumiendo sobre logros y delirios que sólo estaban en su mente, mientras la juventud se envilecía y en las calles moría. Un Estado que asumía paradigmas que sólo vendía antivalores. Se Convirtió en la principal fuente de soborno, corrupción, tráfico de influencia y enriquecimiento ilícito.

Sin ejemplos a seguir no hay forma de renovar nuestras sociedades. Todos los que alguna vez nos tocó ser pastores tenemos nuestra cuota de responsabilidad en este proceso de descomposición, ahora nos toca dar la cara y aportar en nuestras tareas.
¡Manos al rebaño que el tiempo apremia!

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