CRISTO Y ROMERO |
Por: Nélsido Herasme
A sus 33 años, a golpe de cruz, látigo y escarnio, los enemigos de la paz y del amor mataron a Cristo, pero resucitó. Hace 33 años, en 1980, en El Salvador mataron al profeta Oscar Arnulfo Romero, pero no pudieron detener su resurrección y su compromiso con el reino de Dios y su justicia. El 24 de marzo se cumple un año más del vil asesinato.
A sus 33 años, a golpe de cruz, látigo y escarnio, los enemigos de la paz y del amor mataron a Cristo, pero resucitó. Hace 33 años, en 1980, en El Salvador mataron al profeta Oscar Arnulfo Romero, pero no pudieron detener su resurrección y su compromiso con el reino de Dios y su justicia. El 24 de marzo se cumple un año más del vil asesinato.
Lo asesinaron las élites dominantes de El Salvador que,
en la defensa de sus escandalosos privilegios, pretendían ahogar en sangre las
más caras aspiraciones del pueblo.
A Romero lo
recordamos como un cura que supo, desde el púlpito, identificarse con su
pueblo.
El obispo brasileño, Pedro Casaldáliga dijo que “la
muerte de Romero se hizo vida nueva en una vieja iglesia y, que por ello nadie
hará callar su última homilía”.
La muerte de Romero marcó el inicio de un río de
sangre que cubrió todo el territorio del pulgarcito de América. El Salvador
ofrendaba generosamente su vida para sacudirse de una cruel y despiadada
oligarquía conocida como “las 14 familias”, quien en alianza con el ejército
del ex coronel Roberto D’Abuisson ultrajaban a la población.
Monseñor Romero, con su postura radical y
revolucionaria ante tantos abusos, convirtió las homilías dominicales en
denuncias de las injusticias y los atropellos y, en anuncio vivo de buenas
nuevas para los pobres, tal como lo predicó Jesús, con una radicalidad que al
Maestro de Nazaret le costó la vida a manos de la soldadesca romana.
Romero asumió al prójimo como su hermano, llegando a
decir que “los pobres me enseñaron a leer el evangelio”, aunque a la postre
tuvo que pagar por ello. En múltiples ocasiones Romero tuvo personalmente que
participar en funerales de monjas y religiosos, a quienes los escuadrones de la
muerte masacraban en plena labor pastoral, siendo la más dolorosa la del
sacerdote Rutilio Grande, quien lo asistía en cada una de las misas.
Viendo el maltrato de los verdugos a su rebaño y
consciente de lo que había de ocurrirle, dijo: “A mi me podrán matar, pero la
voz de la justicia nadie la podrá callar”.
El obispo de San Salvador cayó abatido, en el marco de
una misa que oficiaba en un hospital de cancerosos.
Los asesinos de Romero respondían al interés del
Partido Alianza Republicana (ARENA) y a “los dueños de medios de producción de
El Salvador”, quienes diariamente eran denunciados por el Prelado.
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