Por:
Nélsido Herasme
El
certamen electoral celebrado recientemente en el “Pulgarcito de América” fue
ganado por Cristo, Romero y el Frente Farabundo Martí Para la Liberación Nacional
(FMLN). El revés se lo llevó el Partido Alianza Republicana Nacionalista
(ARENA), el mismo que estaba en el poder cuando en 1980 mataron al profeta
Oscar Romero y masacraron a su pueblo.
Este 24 de marzo se cumplen 34 años de la muerte del
obispo Salvadoreño, pero los enemigos de la esperanza jamás pudieron detener su
compromiso con el reino de Dios y su justicia.
A Romero lo asesinaron las elites dominantes de El
Salvador que, en la defensa de sus escandalosos privilegios, pretendían ahogar
en sangre las más caras aspiraciones del pueblo.
A Romero lo recordamos como un cura que supo, desde el púlpito,
identificarse con su pueblo. El obispo brasileño, Pedro Casaldáliga dijo que
"la muerte de Romero se hizo vida nueva en una vieja iglesia y, que por
ello nadie hará callar su última homilía".
La muerte de Romero marcó el inicio de un río de sangre que
cubrió todo El Salvador, quien ofrendaba generosamente su vida para sacudirse
de una cruel oligarquía conocida como "las 14 familias", que en
alianza con el ejército del ex coronel Roberto D'Abuisson ultrajaban a la
población.
Romero, con su postura radical ante tantos abusos,
convirtió las homilías dominicales en denuncias de las injusticias y en anuncio
vivo de buenas nuevas para los pobres, como lo predicó Jesús, con una
radicalidad tal que al Maestro de Nazaret la soldadesca romana le quitó la
vida. Romero asumió al prójimo como su hermano, llegando a decir que "los
pobres me enseñaron a leer el evangelio", aunque a la postre tuvo que
pagar por ello.
En múltiples ocasiones Romero tuvo personalmente que
participar en funerales de monjas y religiosos, a quienes los escuadrones de la
muerte masacraban en plena labor pastoral, siendo la más dolorosa la del
sacerdote Rutilio Grande, quien lo asistía en cada una de los servicios
eucarísticos.
Viendo el maltrato de los verdugos a su rebaño y
consciente de lo que había de ocurrirle, dijo: "A mi me podrán matar, pero
la voz de la justicia nadie la podrá callar".
El obispo de San Salvador cayó abatido, en el marco de una
misa que oficiaba en un hospital
de cancerosos.
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